diumenge, 20 d’octubre del 2013

Era una noche oscura. Para algunos fría, para otros mala, y para nosotros preciosa.
la Luna brilla en lo alto del oscuro cielo, es tan resplandeciente que no se observa ninguna de las estrellas del firmamento, están ahí, pero no se ven.

Los muros de piedra fría protegen a los muertos de las desgracias del exterior, son felices en ese más allá que a los humanos les gusta llamar cielo, pero es un simple estereotipo, pues son los propios humanos los que necesitan crear un cielo y un infierno, para sentirse bien con las cosas que hacen, y si alguna vez han hecho algo que no ha estado bien, redimirse por ello. Se creen que así tienen el cielo ganado.

Todo está tranquilo en el cementerio. Lo único que se mueven son las hojas arrastradas por los vientos, y las alas de los cuervos que vuelan de lápida en lápida como si les hiciesen visita a cada uno de los allí enterrados.

De repente todo se silencia, no se oye ni un alma, y una oleada roja inunda el cielo, apareciendo en medio de ella una figura, oscura y alta, conocida por todos aquellos que rondan esos lares. Los ojos de los cuervos la observan dichosos, uno de ellos, el cual se cree afortunado, se posa en uno de sus hombros, mientras dicha figura se queda quieta, impasible, como si ni siquiera hubiese notado ese leve toque en el hombro...

Aquella figura, aquella sombra armada, aquella a la que llaman Muerte, se para delante de una de las tumbas, no emite ningún sonido, no desprecia, no se alegra, no llora, no odia... simplemente es su trabajo, su vida...
Levanta la resplandeciente guadaña que empuña en su mano izquierda, y de esa misma tumba, cerrada ese mismo día, empieza a salir una oleada roja parecida a la que la envuelve, se mezcla, se acompasa, hasta formar parte de esa nube, una sola nube que baila a su alrededor...

Son sus dominios, sus tierras, su terreno...
Sus almas...

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